El aburrimiento, lejos de ser un estado pasajero, se convirtió en un rasgo central de la vida contemporánea. Pensadores como Heidegger, Lacan, Han y Agamben coinciden en que este afecto revela algo profundo sobre nuestra relación con el tiempo, el deseo y la identidad.
Heidegger lo definió como un “temple de ánimo fundamental”: un estado que no solo nos invade cuando no pasa nada, sino que puede convertirse en una experiencia que nos vacía, nos suspende y nos enfrenta con nosotros mismos. En sus análisis distingue el aburrimiento ligado a algo concreto —como esperar horas en una estación— de un aburrimiento más amplio, en el que todo se vuelve indiferente y que exige escuchar qué nos está diciendo ese malestar.
Byung-Chul Han asegura que vivimos en una sociedad que evita el aburrimiento a cualquier precio. En un mundo dominado por el rendimiento, el exceso de estímulos, la hiperactividad y el mandato del “Yes, we can”, nuestra atención está siempre dispersa. Para él, la cultura actual rechaza el “aburrimiento profundo”, ese que podría habilitar la contemplación, la creatividad y un contacto más sincero con la experiencia. En su lectura, aburrirse no es solo no hacer nada, sino permitirse un estado fértil en el que algo nuevo puede emerger.
Giorgio Agamben retoma esta línea para pensar el aburrimiento como una característica propiamente humana. A partir de Heidegger, plantea que el “aburrimiento profundo” abre la posibilidad de que el sujeto se encuentre con su propia potencia, al quedar suspendido de sus acciones habituales. En esa suspensión aparece algo que no pertenece al hacer cotidiano, sino a la capacidad humana de abrirse a lo aún no definido.
Desde el psicoanálisis, el aburrimiento también aparece como un afecto clave en las neurosis. En la neurosis obsesiva suele funcionar como defensa: el sujeto “se aburre” para evitar actuar, para no confrontar aquello que le causa conflicto. En la histeria, en cambio, el aburrimiento se vincula con un deseo que nunca se satisface y siempre quiere “otra cosa”. En ambos casos, el aburrimiento opera como una manera de evitar el encuentro con lo que realmente se desea.
La sociedad tecnológica, sin embargo, nos empuja a “matar” el aburrimiento antes de sentirlo: teléfonos, redes, noticias constantes. Esto no significa que estemos menos aburridos, sino que perdimos la capacidad de experimentar ese aburrimiento de forma profunda y creativa. Lo reemplazamos por una especie de embotamiento —como dice el autor, un estado en el que nos volvemos “bots”— que nos mantiene ocupados pero desconectados de nosotros mismos.
Frente a este escenario, pensar el aburrimiento no como un enemigo, sino como un espacio posible, puede ser una forma de recuperar la escucha, la creatividad y cierta relación más genuina con el tiempo y el deseo.
